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Los eternos coches de Cuba

Cualquiera que haya visitado Cuba ha alucinado con los viejos automóviles estadounidenses, los mismos que había en la isla antes de que triunfara la Revolución en 1958. Desde entonces han entrado pocos coches. Primero los Lada y los Moscovich, fruto de la alianza políticomilitar con la URSS, y más recientemente algunos modelos europeos o coreanos. Al bloqueo estadounidense se han unido las ineficiencias y la precariedad propias del sistema comunista, de modo que los cubanos han tenido que agudizar su inagotable talento para mantener estas reliquias en marcha. Y es que los viejos automóviles que perfuman La Habana con un dulce aroma a hidrocarburo quemado serían la pesadilla de cualquier ITV.

Por pura necesidad cada cubano es un mecánico, y como no pueden comprar recambios americanos saben qué piezas de los coches rusos se pueden adaptar a según que modelos yanquis. Un servidor tuvo la ocasión de subir en un Mercedes Pontón de los años cincuenta, pero con el salpicadero de un Nissan Primera que había sufrido un siniestro. En otra ocasión me monté en el Lada de un chaval que tenía el piso tan corroído, que podías ver el asfalto entre tus pies. La magia de Cuba ha atraído durante décadas a artistas de todo tipo, escritores, pintores o fotógrafos.

También al célebre arquitecto Norman Foster, quien junto a Mauricio Vicent publicó recientemente el libro Havana Autos & Architecture (editorial Ivorypress), al que pertenecen las imágenes de este reportaje. Uno de esos artistas fue el suizo Luc Chessex, que llegó en 1961 y se quedó 14 años. Sus fotografías en blanco y negro con mujeres que se contonean o niños que sonríen sin camiseta tienen medio siglo, pero podrían haber sido tomadas ayer mismo. Ese es uno de los grandes atractivos de Cuba para el visitante, la sensación de estar en un lugar en el que el tiempo parece haberse detenido, con esos coches que hacen de la decadencia un arte. 

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Como relata en el libro el historiador habanero Eusebio Leal Spengler, “descubrir La Habana es como adentrarse en un ambiente mágico y sugestivo, donde se mezclan diversos sentimientos que el viajero percibe tan pronto como inicia su recorrido. Sucede que, si bien es cierto que el urbanismo y el núcleo esencial de sus edificaciones ha prevalecido, lo interesante es y será siempre la vida de sus habitantes. El habanero vive pendiente de lo que ocurre en las calles; sin embargo, más allá de la pregonada hospitalidad, reserva el interior de su casa a amigos y familiares, o a aquellos huéspedes que gentilmente desea acoger. Quizá esto obedezca a que en su sustrato cultural subyace el legado de la España meridional (Sevilla o Cádiz), la primera influencia que llegó a la isla allende el océano”.

Los coches y los viejos lemas revolucionarios son los mismos, pero el tiempo pasa y los Chevrolet de los años cincuenta comparten su vida con los cubanos de hoy. En el libro hay muchas fotos de automóviles junto a edificios de todas las épocas y estilos, y también historias de personas, con nombres y apellidos, que conservan sus coches históricos como tesoros. Algunos de ellos vivieron momentos del gloria porque pertenecieron a personajes que marcaron la historia de la isla.

William tiene un Buick descapotable que heredó de su padre. Se levanta temprano cada mañana y recorre los 50 km que separan su pueblo, San Antonio de Las Vegas, de La Habana. Aparca cerca del Capitolio y ofrece sus servicios a los turistas a 25 dólares el recorrido de una hora, con charla incluida. El coche era de su abuelo Jacinto rcar19_y luego lo usó su padre, que no dejaba que nadie lo tocara. Tanto que estuvo parado en el garaje 14 años. Solo cuando estaba a punto de morir se lo entregó en herencia a su hijo pequeño.

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El Cadillac azul de Benny Moré brilló frente a los mejores cabarés en la época dorada

Hace poco William se vio envuelto en un choque en cadena a la salida del túnel de la bahía del que no quiere ni acordarse, por eso lo está arreglando. Lleva un motor Toyota diésel y frenos Peugeot. Marco Castillo en cambio no admite “injertos” en su Chevrolet. Miembro del equipo de artistas contemporáneos llamados Los Carpinteros, su afición por este tipo de coches comenzó hace unos 10 años con un Chevrolet de 1956. Pero un día decidió que su modelo definitivo debía ser un Chevrolet Bel Air de 1957, y se puso a buscarlo por toda la isla.

Lo compró hace ocho años y junto a su padre se puede pasar horas montándolo y desmontándolo, haciéndole pequeños arreglos. A diferencia de otros coches que funcionan con piezas de aquí y allá, los frecuentes viajes por el mundo de Marco le han permitido ir comprando repuestos, de modo que todo lo repuso con piezas originales ayudándose del manual oficial de Chevrolet “el mataburros”, de casi 2.000 páginas. “Este era el coche de la alegría de la postguerra, el auto vacilón y del disfrute, de casarse o de irse a la playa con los amigos, y lo sigue siendo”. 

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